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Catequesis del Papa Francisco sobre la confesión
A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, esta vida, nosotros la llevamos "en vasos de barro" (2 Cor 4,7), estamos todavía sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por esto, el Señor Jesús, ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia sus propios miembros, en particular, con el Sacramento de la Reconciliación y el de la Unción de los enfermos, que pueden estar unidos bajo el nombre de "Sacramentos de sanación". El sacramento de la reconciliación es un sacramento de sanación. Cuando yo voy a confesarme, es para sanarme: sanarme el alma, sanarme el corazón por algo que hice no está bien. El ícono bíblico que los representa mejor, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (Mc 2,1-12 / Mt 9,1-8; Lc 5,17-26).
1- El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación
– nosotros lo llamamos también de la Confesión - brota directamente del
misterio pascual. En efecto, la misma tarde de Pascua el Señor se apareció a
los discípulos, encerrados en el cenáculo, y luego de haberles dirigido el
saludo "¡Paz a ustedes!", sopló sobre ellos y les dijo: "Los
pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen" (Jn.
20,21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que está
contenida en este Sacramento. Sobre todo, el hecho que el perdón de nuestros
pecados no es algo que podemos darnos nosotros mismos: yo no puedo decir:
"Yo me perdono los pecados"; el perdón se pide, se pide a otro, y en
la Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros
esfuerzos, sino es un regalo, es don del Espíritu Santo, que nos colma de la
abundancia de la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón
abierto del Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que
sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los
hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y ésto lo hemos sentido todos, en
el corazón, cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de
tristeza. Y cuando sentimos el perdón de Jesús, ¡estamos en paz! Con aquella
paz del alma tan bella, que sólo Jesús puede dar, ¡sólo Él!
2- En el tiempo, la celebración de este Sacramento ha
pasado de una forma pública – porque al inicio se hacía públicamente – ha
pasado de esta forma pública a aquella personal, a aquella forma reservada de
la Confesión. Pero esto no debe hacer perder la matriz eclesial, que constituye
el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar en el cual se
hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y
hace de todos los hermanos una sola cosa, en Cristo Jesús. He aquí por qué no
basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que
es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al
ministro de la Iglesia. En la celebración de este Sacramento, el sacerdote no
representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la
fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su
arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que lo alienta y lo acompaña en el
camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Alguno puede decir:
"Yo me confieso solamente con Dios". Sí, tú puedes decir a Dios:
"Perdóname", y decirle tus pecados. Pero nuestros pecados son también
contra nuestros hermanos, contra la Iglesia y por ello es necesario pedir
perdón a la Iglesia y a los hermanos, en la persona del sacerdote. "Pero,
padre, ¡me da vergüenza!". También la vergüenza es buena, es 'salud' tener
un poco de vergüenza. Porque cuando una persona no tiene vergüenza, en mi País
decimos que es un 'senza vergogna' un 'sinvergüenza'. La vergüenza también nos
hace bien, nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura
esta confesión, y en nombre de Dios, perdona. También desde el punto de vista
humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decirle al sacerdote
estas cosas, que pesan tanto en mi corazón: uno siente que se desahoga ante
Dios, con la Iglesia y con el hermano. Por eso, no tengan miedo de la
Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse siente todas estas cosas
– también la vergüenza – pero luego, cuando termina la confesión sale libre,
grande, bello, perdonado, blanco, feliz. Y esto es lo hermoso de la Confesión.
Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta
¿eh?, cada uno se responda en su corazón: ¿cuándo ha sido la última vez que te
has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años,
cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿cuándo
ha sido la última vez que yo me he confesado? Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no
pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está
Jesús, allí, ¿eh? Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te
recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión.
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