Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
os hablaré de la Eucaristía. La Eucaristía se sitúa en el corazón de la
«iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la Confirmación, y
constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor,
en efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.
Lo
que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya
intuir lo que estamos por vivir. En el centro del espacio destinado a la
celebración se encuentra el altar, que es una mesa, cubierta por un mantel, y
esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica que
sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual
que allí se recibe, bajo los signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el
ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la Palabra de Dios: y esto
indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las
Sagradas Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su
Palabra.
Palabra
y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando
todas las palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el
gesto de partir el pan y ofrecer el cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz,
y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo... Tomad, bebed, ésta
es mi sangre».
El
gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al
Padre por su amor, por su misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice
«eucaristía». Y por ello el sacramento se llama Eucaristía: es la suprema
acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por
amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto
de Dios y del hombre juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y
verdadero hombre.
Por
lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es
precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la
salvación. «Memorial no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino
que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el
misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía
constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús,
haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su
misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra
existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos. Es por ello
que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la
Comunión», «comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la
participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a
Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que
caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la
alegría de contemplar a Dios cara a cara.
Queridos amigos, no agradeceremos
nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la Eucaristía. Es un
don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa
no sólo para rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de
Jesucristo que nos salva, nos perdona, nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer
esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente el día de la
resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y
con la Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al
Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a Jesucristo. No acabaremos nunca de
entender todo su valor y riqueza. Pidámosle, entonces, que este sacramento siga
manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme nuestras comunidades
en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace
durante toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión.
Es importante que los niños se preparen bien para la primera Comunión y que
cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta pertenencia fuerte a Jesucristo,
después del Bautismo y la Confirmación.
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