Cuando Santa Bernardita preguntó a la
“Señora” que se le aparecía en Lourdes, Francia, por allá a mediados del siglo
19, más exactamente en 1858, quién era Ella, la buena “Señora” le respondió: “Yo
soy la Inmaculada Concepción”.
Hoy
en día este nombre no parece extraordinario, pero el que la Virgen haya usado
precisamente el término de “Inmaculada Concepción” para responder quién era
Ella a una campesinita de un pequeño poblado del sur de Francia, fue en aquel
momento algo muy especial. Y fue muy
especial por que justamente cuatro años antes el Papa Pío IX, había declarado
el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
¿En
qué consiste ese dogma que cada 8 de diciembre celebramos los Católicos como
una de las Fiestas grandes de la Iglesia?
Significa que María fue preservada desde el primer instante de su
existencia, desde su concepción en el vientre de su madre Santa Ana, del pecado
original y de sus consecuencias. Pero el
privilegio de la Madre de Dios no se queda allí, sino que sabemos que fue
también llena de gracia desde el primer momento de su existencia. Fue “inmaculada” desde su “concepción”.
Dios
deseó, entonces, que la Virgen María, la que iba a ser su Madre, fuera
concebida en estado de gracia y santidad, libre de las consecuencias del pecado
original de nuestros primeros progenitores.
Eso significa que María no
estuvo nunca sometida a la esclavitud del demonio, ni tenía inclinación al mal,
ni oscurecimiento de su entendimiento, consecuencias del pecado original, con
las cuales todos los demás seres humanos somos concebidos.
Tampoco estaba sujeta a dos
consecuencias adicionales, cuales son el sufrimiento y la muerte. Ella, por cierto, experimentó estas dos
cosas, no porque estuviera sujeta a ellas, sino que las padeció como
colaboración para nuestra salvación.
El
anuncio de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios se encuentra muy al
comienzo de la Biblia. Leemos esto en la
Primera Lectura (Gen. 3, 9-15.20).
Al ser descubiertos Adán y Eva
en su pecado de rebeldía contra Dios, el Creador acusa a la serpiente, es
decir, a Satanás, y le anuncia: “Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre
tu descendencia y la suya; y su descendencia te aplastará la cabeza”.
Con María comienza la lucha
entre la descendencia de la Mujer (Jesucristo) y la de la serpiente, lucha que
se resolverá en la victoria definitiva del que es descendiente de la Virgen y
también Hijo de Dios.
De
allí que en el momento de la Anunciación, cuando tuvo lugar la concepción del
Hijo de Dios, el Arcángel Gabriel
saludara a María con aquél “llena de gracia”, que nos trae el
Evangelio de hoy para esta Fiesta de la Virgen (Lc. 1, 26-38).
Y ¡claro! Ella es “llena de gracia” porque está llena
de la Gracia misma que es Dios y porque nunca el pecado la tocó. De otra manera no hubiera podido ser saludada
así por el mensajero de Dios. Es la
mayor prueba de la Inmaculada Concepción de María.
La
Santísima Virgen María es la primera redimida.
Es redimida, inclusive, antes de la llegada de su Hijo, el
Redentor. Con Ella comienza la
redención, porque nos trae al Salvador del mundo.
De allí que San Pablo en la
Primera Lectura, que es ese maravilloso himno de alabanza con que comienza su
carta a los Efesios, (Ef. 1, 3-6.11-12) alabe a “Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en El, con toda clase
de bienes espirituales y celestiales ... para que fuéramos santos e
irreprochables a sus ojos”.
Dentro de ese maravilloso plan divino de que
nos habla San Pablo, por el cual se nos bendice con toda clase de bienes
espirituales, la mayor bendecida es -por supuesto- la Madre de Dios.
Ella es la más “santa e
irreprochable a los ojos de Dios”, ya que, como nos dice el Concilio Vaticano
II, “fue enriquecida desde el primer
instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular” (LG
56), superando Ella “con mucho a todas las creaturas celestiales y terrenas”
(LG 53).
Pero,
además el mayor bien que se nos ha dado ha sido Ella y su descendencia, pues
por Ella, comenzando con su Inmaculada Concepción, se nos ha dado la salvación
y el perdón del pecado.
Ese maravilloso plan divino ya se sucedió en
María por ese privilegio inmensísimo de su concepción sin mancha, pero también
-y muy especialmente- por su sí constante y permanente a la Voluntad Divina,
por su respuesta a la gracia. Y ese mismo plan se va realizando en cada uno
de nosotros también con nuestro sí constante y permanente, con nuestra respuesta
a la gracia.
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