Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
El miércoles pasado hemos iniciado un
breve ciclo de catequesis sobre los Sacramentos, comenzando por el Bautismo. Y
acerca del Bautismo quisiera detenerme también hoy, para subrayar un fruto muy
importante de este Sacramento: él nos hace transformarnos en miembros del
Cuerpo de Cristo y del Pueblo de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma que quién
recibe el Bautismo es incorporado a Cristo casi como su mismo miembro y es
agregado a la comunidad de los fieles, es decir, al Pueblo de Dios. (Summa
Theologiae, III, q. 69, art. 5; q. 70, art.1). En la escuela del Concilio
Vaticano II, nosotros decimos hoy que el Bautismo nos hace entrar en el Pueblo
de Dios, nos transforma en miembros de un Pueblo en camino, un Pueblo
peregrinante en la historia.
En efecto, así como de generación en
generación se transmite la vida, del mismo modo también de generación en
generación, a través del renacimiento de la fuente bautismal, se transmite la
gracia, y con esta gracia el Pueblo cristiano camina en el tiempo, como un río
que irriga la tierra y difunde en el mundo la bendición de Dios. Desde el
momento en que Jesús dijo esto que hemos escuchado del Evangelio, los
discípulos fueron a bautizar y, desde aquel tiempo hasta hoy, hay una cadena en
la transmisión de la fe por el Bautismo, y cada uno de nosotros somos el anillo
de esta cadena; un paso adelante siempre, como un río que irriga. Y así es la
gracia de Dios, y así es nuestra fe, que debemos transmitir a nuestros hijos.
Así es el Bautismo. ¿Por qué? Porque el Bautismo nos hace entrar en este Pueblo
de Dios, que transmite la fe. Esto es muy importante,
¿eh? Un Pueblo de Dios
que camina y transmite la fe.
En virtud del Bautismo nosotros nos
transformamos en discípulos misioneros, llamados a llevar el Evangelio en el
mundo (Exhortación Apost. Evangelii gaudium, 120). “Cada bautizado,
cualquiera sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es
un sujeto activo de evangelización. La nueva evangelización debe implicar un
nuevo protagonismo de todos, de todo el Pueblo de Dios, un nuevo protagonismo
de los bautizados, de cada uno de los bautizados. (ibid.) El Pueblo de
Dios es un Pueblo discípulo, porque recibe la fe, y misionero, porque transmite
la fe. Esto lo hace el Bautismo en nosotros: hace recibir la gracia. Y la fe es
transmitir la fe. Todos en la Iglesia somos discípulos y lo somos siempre, por
toda la vida; y todos somos misioneros, cada uno en el puesto que el Señor le
ha asignado. Todos: el más pequeño es también misionero y aquel que parece más
grande es discípulo. Pero algunos de ustedes dirán: “Padre, los obispos no son
discípulos, los obispos saben todo. El Papa sabe todo, no es discípulo”. Eh,
también los obispos y el Papa deben ser discípulos, porque si no son
discípulos, no hacen el bien, no pueden ser misioneros, no pueden transmitir la
fe ¿entendido?¿Han entendido ésto? Es importante, ¿eh? Todos nosotros:
¡discípulos y misioneros!
Existe un vínculo indisoluble entre
la dimensión mística e aquella misionera de la vocación cristiana, ambas
radicadas en el Bautismo. “Recibiendo la fe y el bautismo, nosotros cristianos
acogemos la acción del Espíritu Santo que conduce a confesar a Jesucristo como
Hijo de Dios y a llamar Dios “Abbá” (Padre). Todos los bautizados y las
bautizadas estamos llamados a vivir y a transmitir la comunión con la Trinidad,
porque la evangelización es un llamado a la participación de la comunión
trinitaria” (Documento final de Aparecida, n. 157).
Nadie se salva solo. Esto es
importante. Nadie se salva solo. Somos comunidad de creyentes, y en esta
comunidad experimentamos la belleza de compartir la experiencia de un amor que
nos precede a todos, pero que al mismo tiempo nos pide que seamos “canales” de
la gracia los unos por los otros, no obstante nuestros límites y nuestros
pecados.
La dimensión comunitaria no es sólo un “marco”, un “contorno”, sino
que es parte integrante de la vida cristiana, del testimonio y de la
evangelización. La fe cristiana nace y vive en la Iglesia, y en el Bautismo las
familias y las parroquias celebran la incorporación de un nuevo miembro a
Cristo y a su cuerpo, que es la Iglesia (ibid., n.175 b).
A propósito de la
importancia del Bautismo para el Pueblo de Dios, es ejemplar la historia de la
comunidad cristiana en Japón. Pero escuchen bien esto. Aquella comunidad sufrió
una dura persecución a comienzos del siglo XVII. Hubieron numerosos mártires,
los miembros del clero fueron expulsados y millares de fieles fueron
asesinados. Entonces la comunidad se retiró a la clandestinidad, conservando la
fe y la oración en el ocultamiento. Y cuando nacía un niño, el papá o la mamá
lo bautizaban, porque todos nosotros podemos bautizar.
Cuando después de
aproximadamente dos siglos y medio – 250 años después – los misioneros
volvieron a Japón, millares de cristianos salieron a la luz y la Iglesia pudo
reflorecer. ¡Habían sobrevivido con la gracia de su Bautismo! Pero esto es
grande, ¿eh? El Pueblo de Dios transmite la fe, bautiza sus hijos y va
adelante. Y habían mantenido, aún en secreto, un fuerte espíritu comunitario,
porque el Bautismo los había hecho transformar en un sólo cuerpo en Cristo:
estaban aislados y escondidos, pero eran siempre miembros de la Iglesia.
¡Podemos aprender tanto de esta historia!
¡Gracia!
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